Lo único que quiero hoy es echar una ojeada a esos pájaros
de fuera de mi ventana.
Raymond Carver
Era casi de mañana cuando te descubrí mirando los pájaros. Por entre las cortinas tus ojos grandes espiaban a la cuadrilla, gorriones ingleses variopintos afanados en abrir con el pico el grano, girando el cuello, viéndolo todo de lado, cuidándose por tiempos los flancos. Barullo, aletazos. A los más pequeñitos los llamabas hermanos, pero al más grande le pusiste mi nombre, y en otro idioma, repetidamente, le pedías que no se fuera. Él, me contaste después, te observaba fijo y atento, como si te entendiera.
Tu mano agitó la tela de más, sin querer, y se echaron a volar. Así se van las horas negras, dijiste volviendo a la cama con los pies fríos y el pelo recogido. Hecha un ovillo a mi lado cerraste los ojos, algo así como una sonrisa surcó tus labios, y te pusiste a escuchar el trino a lo lejos. Después de un rato tú también cantabas. Luego planeaste hasta el comedero, picaste y comiste, soltaste la cascarilla vacía del alpiste, tomaste agua y casi de inmediato algo gutural, arcaico, hacia mí, gorjeaste. No te hice caso. Miraba la sombra que detrás de aquella cortina se asomaba, sigilosa. Insistías en decirme no sé qué cosa cuando la tela se movió bruscamente. Entonces nos retiramos.
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