jueves, junio 09, 2011

Crianza


De aquella noche recuerdo que conocí a dos chicas que jugaban polo. Una de ellas menstruaba una vez al año y tenía una risa contagiosa, la otra tartamudeaba si le metías la mano entre las piernas, o si le preguntabas algo acerca de su madre. Castañas finas. Dejamos la fiesta y fuimos a meternos al hotel ese donde, en otro tiempo, tú rezabas antes de metértela en la boca, y yo me esforzaba por ser simpático sin lograrlo.

Nos desnudamos. Se sabían de memoria todas las partes del caballo y todas sus enfermedades y me las recitaron, luego una montó a la otra mientras me explicaba, muy a grandes rasgos, las reglas de su anhelo. La que estaba en cuatro coceaba. Una o la otra relinchó, o quizás las dos, al mismo tiempo. Me reí de buena gana y luego se me paró.

Animales buenos, yo les prometo que mi sexo aliviará sus temores, pero corren el riesgo de quedarse sin brida y sin freno y amarme locamente y sin remedio. Mis palabras fueron tan ciertas que lloraron, y lloraron, y lloraron. Buscaron consuelo, las suavicé con mimos (pero ya eran suaves), las hice mías con el fuete caliente de la necesidad.

Al alba decidimos regresar a la fiesta. Llegamos. El fuego lo había consumido todo.

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