lunes, diciembre 10, 2007

Hombres al sol

a manera de Soler Frost

Tomábamos una infusión de ajenjo, después de un magro desayuno en el Ciruelo Blanco, cuando Po, herbario y viejo amigo de la familia, dio un ligero soplo sobre su tazón, queriendo no enfriar la bebida sino verla agitarse. Luego suspiró. De un tiempo a esta parte, querido A, he adquirido cierto gusto por las oraciones unidas por dos puntos, dijo. Fluyen: brazos de un mismo río separados vereda atrás, que vuelven a unirse no a capricho, sino a su tiempo: misterioso eso como el amor que sientes por E (cariño y ausencia), o la inescrutable piedad de Cristo para ustedes los cristianos. Después abundó en la tristeza que le causan los seguidores de Osho, en el abuso de su inocencia, y yo continué con mi comentario del día anterior sobre el segundo capítulo de La imitación de Cristo, de Kempis. Nos escuchamos. Luego guardamos silencio; ya no dijimos más.

lunes, diciembre 03, 2007

Cuando perdimos Roma

A mi equipo editorial en Mediaciones, con cariño.
A Luis, Jan y Gargo.
Exmerare fortuna non est.
Flavio Marcelo, "Apuntes sobre Zama"

Sometimes you gotta fight when you're a man.

Kenny Rogers, "Coward of the County"
They say ev'ry man must fall.
Bob Dylan, "I shall be released"

Así departían juntos.
Odisea, Canto XIV.

La propuesta de ver el primer partido del torneo me causó gracia. Se añadió, como para convencerme: no hay que confiarnos. Pregunté sonriendo si era para tanto, y el equipo me miró como si no entendiera yo nada. Un torneo de fútbol en una universidad humanista me parecía tan fuera de lugar como un concurso de oratoria en un colegio de mudos. Al final, pensaba, los partidos terminarían siendo una rutina combinada entre los tres chiflados y los hermanos Marx, con un filósofo a mitad del campo imitando a Groucho –diciendo: “Camus pensaba que el fútbol no producía nausea, pero Sartre sí” –, mientras los demás pateábamos una naranja, porque ya para esas alturas el balón estaría descansando en una azotea cercana, o de plano ponchado en un rincón. Fue por eso que le propuse al consejo de la revista que por aquella época dirigía, que formáramos un equipo para participar en la justa. Correr sin ton ni son detrás de una pelota, era eso lo que necesitábamos.




Decliné la invitación pero pedí que me mantuvieran informado. Pretexté quedarme en la oficina para revisar algunos textos, pero en realidad me senté encima del escritorio y observé. Después de un rato saqué un trapito y limpié la superficie en la que había decidido iría el trofeo que pronto ganaríamos. Qué mejor lugar para exponerlo que arriba del archivero con llave que con tanto esfuerzo nos habíamos adjudicado –hasta una estampita con el logo de la universidad tenía–: nuestro segundo triunfo al hilo después de la oficina con baño, y antes del trasto viejo con cara de PC que la universidad nos concedió, cuya utilidad quedaba de manifiesto cada que arrojaba menos datos que una brújula y un compás mal empleados. Y como mi propuesta de decorar las paredes con un cráneo de buey o la cabeza disecada de un venado había sido olímpicamente ignorada, decidí que el trofeo sería un sustituto aceptable, aunque con mucha menos personalidad.
El parte me fue dado minutos después de terminado el encuentro. Tuve razón cuando pensé que quizá podría equivocarme. Marcello resumió el evento así: Dux facti sfera est. Cundió el pánico. Apunto estuve de proponer que saliéramos a practicar pases con un frutsi, cuando un compañero, por lo demás blanco y reservado, delineó la táctica a seguir para nuestro primer partido: jugar ordenados. Recordé que el orden había dado grandes logros a empresas pequeñas y a veces dadas por perdidas, así que no tuve ningún inconveniente en ello, salvo que me explicaran cómo habríamos de llevarlo a cabo. Básicamente que no te muevas de tu lugar, me dijeron. Nada parecido a prenderle fuego a Roma, pero casi.
Mi disfraz de coordinador de ataques –una actitud, los mismos pantalones– fue tan sorpresivo que el equipo se miró entre sí y movió la cabeza. Había practicado mis palmadas en la espalda, mi manoteo al aire, mi dedo extendido como estatua romana señalando el rumbo de la batalla, la escueta recompensa y el duro reclamo –que en otra circunstancia le llamarían amor–, los trabucos cuyo ánimo conciliador a primera vista no es tan claro. Pero mi dirección técnica se vio ofuscada cuando tras el silbatazo inicial la posibilidad de salir airosos parecía más bien desvanecerse en el aire: nuestro principal eje de ataque –en realidad el único– estaba en el centro de la acción con una banca nada confiable –el director técnico incluido–. Parecía que la táctica no iba a alcanzarnos. En una mala coordinación la defensa dejaba pasar al hombre y a la pelota –uno u otro, nunca los dos, nos aconsejó nuestro ordenado auxiliar técnico, y yo lo secundé– que al momento de la definición era vencido por los nervios, o su mala puntería, o por un ligero recargón en la espalda. Los nuestros esperaban un exceso de confianza en los rivales, una envalentonada que los hiciera jugar con líneas adelantadas, practicar paredes arriesgadas, enfrascarse en jugadas utópicas, momentos todos ellos ideales para robar el balón y atacar por las bandas, acompañados al centro por un rematador que sólo tuviera que empujar el esférico. Así resistían, salían avante, brunos, romos.


Pese a todo pronóstico, cual David contra Goliat el quinteto iba eliminando contrarios con la armonía de una columna romana en las últimas horas de Cartago. Hasta ese momento no había sido yo necesitado dentro de la cancha por lo que, instalado en una franca comodidad en la que nadie reparaba, disfrutaba a mis anchas del espectáculo. Embargado por la emoción, a veces me descubría aplaudiendo los túneles del equipo contrario. Me sentía yo Napoleón pasando revista a mis tropas antes del asalto a Waterloo, tal como lo describe Víctor Hugo, y a punto estuve de decirle a mis hombres, como el emperador, que el día más feliz de mi vida había sido el de mi primera comunión. Entonces fui requerido.
Mi breve participación permitió un gol del equipo contrario y evitó otro, por lo que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que mi presencia en el campo fue por momentos buena y por momentos mala. Debió ser el equilibrio de mi juego lo que provocó que uno de los contrincantes, terminando el partido, llegara hasta mí, me tomara la cara entre sus manos, y viéndome fijamente, dijera: Camarada: cree en Dios y en la vida sencilla. La complejidad y el sinsentido de la frase me conmovieron y, si no fuera porque no venía al caso, hubiera llorado.


Con todo, y a pesar de mí, pasamos a semifinales. El circo romano desplegó sus recursos escénicos –un balón, dos porterías– y el fragor y la algarabía estaban por convertirse en uno. Mal y tarde comprendí que la diversión tendría que ir alejándose conforme avanzáramos en las etapas del torneo. Las huestes gastronómicas habían batido a sus rivales con maestría de pasteleros, y las hordas comunicólogas trazaban vasos comunicantes entre las piernas de los contrincantes, por lo que nuestra sobrevivencia en la contienda dependería menos de la chanza y más de la concentración y el buen juego. Casi nada.
Mi pequeña y variopinta compañía, yo incluido, me hacía sentir menos un emperador y más un Ulises irresponsable persiguiendo una Itaca redonda y algo pateada. Antes de que nos convirtieran a todos en cerdos, en aquel día decisivo, cuando el rugido de las expectativas inundaba ya los pasillos, cuando de los barandales los filósofos colgaban sendo cartelón con la leyenda: winning is nothing, mientras que los literatos hacían lo propio colgando el suyo que rezaba: tierna es tu torpeza, cuando algunas comunicólogas colaboraban con el ánimo del personal vestidas de porristas, cuando Boris boteaba entre los asistentes, recordándonos que ni siquiera la derrota es gratuita, en fin, que cuando el confeti y las serpentinas acentuaban el aire festivo de la tarde, engalanando su ligera suspensión con algunos giros de tristeza, reuní al equipo, les pedí que formaran un círculo, y a manera de alegato final contra nuestros captores, les dije: Como diría Balzac, seamos realistas. Y les hablé de la reticencia del cura Hidalgo para entrar a la Ciudad de México, de los irreductibles galos y su pócima mágica, de por qué a los osos no les pican las abejas, de cuando me caí en el baño, y ellos me hablaron de sus amores imposibles, de que nunca habían ido a Disneylandia, de lo cara que se ha puesto la vida, y después nos abrazamos, hicimos como guacamayas, y decidimos que el trabajo en equipo sería la mejor forma de defendernos.


La suerte estaba echada. Resistimos los primeros embates con un esmero que arrebataba aplausos –sobre todo de nosotros mismos– y el uno a cero nos hizo lo que los bárbaros a Roma. Pero sus voces de pájaro confundían –como lo hicieron antes–, y el dos a cero nos tomó por sorpresa. La pequeña columna se rehizo, impidió el avance bárbaro por los carriles laterales, reacomodó la primera línea de ataque, y en la retaguardia se colocaron hombres más frescos. Al esmero algunos le llaman fortuna, recordé que decía Escipión el Africano, cuando el dos a uno nos colocaba del lado de los embates con futuro. Sólo el tres a uno nos desfondó.
Perdimos. Era la primavera del 2005, ciertos ciclos estaban por cerrarse, el aroma de las cocinas echadas a andar envolvía el terreno de juego, y en el sonido local comenzaban ya los primeros acordes de "El cobarde del condado."
No miento. Algo parecido a todo esto que cuento, sucedió.