viernes, diciembre 29, 2006

VERDADES ÚTILES PARA INICIAR ESTE AÑO

¿Que el amor todo lo puede?
Mentira.

¿Que el mal no siempre triunfa?
Mentira.

¿Que no soy yo el que traza los mapas,
el que abre la puerta, el que te avienta tierra a los ojos?
Mentira.

jueves, diciembre 07, 2006

Tres apuntes sobre la rebeldía

1. Los rebeldes huimos combatiendo

Cuando le preguntaron a Kasuo Michina por qué se había levantado en armas, miró fijamente a los corresponsales y les dijo: “hay horas en la vida de un hombre que sólo cobran significado cuando dice ‘no más’”. Su pequeña compañía se apostó a las afueras de las oficinas donde, según la agenda del día, habría de reunirse el primer ministro con gran parte de sus secretarios. El ataque fue sorpresivo, sobre todo para Michina. El misterio del fuego cruzado estuvo resuelto horas después, cuando supo que un traidor entre los suyos posibilitó la contraofensiva gubernamental. “Los hombres que buscábamos no estaban ahí”, refirió años después el general en una entrevista para el Time. “Aún así tomamos el edificio por asalto y aguardamos”. Allí refugiados esperaron refuerzos.
La refriega duró varias horas, hasta que la rebelión de Michina salió victoriosa. En su Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm apunta: “Ningún otro golpe de Estado fue tan bélico en su discurso ni tan humanitario en su aplicación como el del general Kasuo Michina. Y resultó por ello tan contradictorio, que su desenlace sólo pudo darse en el ámbito de lo trágico”. Se rebeló, fue rey y después lo exiliaron. Antes de suicidarse Michina releyó a Camus, pero se negó a aceptar que sus acciones fueran algo anticipado y previsto.
En una de sus últimas entrevistas, al preguntársele qué era lo que más recordaba de aquellas horas, respondió: “A mi hermano, el traidor”. Y abundó: “Sospeché de todos todo el tiempo, excepto de él. Pero a la distancia resulta lógico: el hombre puede rebelarse contra la rebeldía. Por ello no lo aborrezco ni le guardo rencor”.

2. Los rebeldes no usamos pantuflas

Al abuelo aquello de la rebeldía le parecía cosa ociosa. Había visto a su viejo amigo Lázaro salir de las películas en tercera dimensión furioso o hecho un mar de llanto, agitando los lentes bicolores diciendo: “no sirven, otra vez me dieron unos que no sirven”. Volvía y lo intentaba una vez más, y poco le interesaba que el boletero, sorprendido, dudara antes de darle los lentes a un tuerto. Pero la tiranía de la abuela alcanzaba ya límites insospechados, y era su empeño diario el poder rebasarlos, no importando que la gravedad del asunto no lo ameritara del todo.
En un tibio remanso de las voces que acostumbraba dar la abuela por la tarde, Roberto alcanzó al abuelo en el patio. Agitado, lo sacó de una contemplación de siemprevivas, hasta alejarlo lo más posible de la vista del enemigo. Entonces le dijo: “la abuela, furiosa”. Y comenzó a contarle de las gallinas que habían llegado a la recámara quién sabe cómo, de la sorpresa que se llevaron él y las gallinas cuando la abuela entró al cuarto, del futuro que ella le negaba en toda la retahíla de condenaciones que se acumulaban en el aire. El abuelo asentía, escuchaba atento y en silencio.
“No es tan grave”, dijo por fin. Y agregó: “te ayudaré”. Trepados en un árbol vecino, escondidos los dos de la cólera de la abuela, a Roberto aquel escondite le pareció el mejor escondite, y comprendió que su abuelo no era ni tan intrépido ni tan valiente como suponía, pero sí ingenioso. El abuelo, bien agarrado de las ramas, pensó lo mismo. Al día siguiente buscó a Lázaro, y a grandes rasgos le explicó el plan. “Todo depende”, dijo aquel, “del resultado que obtengamos hoy”. El abuelo pensó que en las revoluciones no todos se sublevan por lo mismo, así que aceptó el trato, apagó su cigarro y entró con él al cine.
“Un tuerto, un anciano y un niño”, recapituló la abuela cuando los vio llegar y supo de sus intenciones. “¿Cuánto miedo debo tener?”, preguntó con ironía. “Todo el miedo del mundo”, respondió el abuelo. “Hoy por fin sirvieron los lentes de Lázaro”.

3. Los rebeldes perdemos la gracia cuando dudamos

Porque todo es igual, a Mara le aterraba vivir bajo el yugo de una estirpe que se corrompe. Su familia presentó los primeros síntomas una tarde de agosto y recordó, sin proponérselo, que la nieve al condado de Moab no tardaría en llegar. Sólo por eso estaba decidida. Antes de verse disminuida, antes de encontrarse despojada de la seguridad y el alivio, habría de imponerse contra lo que viene: el mundo, su contemplación y su derrota, una última advertencia antes de sucumbir a su destino. “¿Podré? ¿Tendré la fuerza?”, se preguntó. Escuchando a Beth Gibbons trazó un plan. Y luego otro. Y otro.
“No hay salida”, suspiró. Vencer todos los obstáculos no garantiza un triunfo permanente, le corroboró la voz en el teléfono, y ella contuvo la respiración un rato, acarició una superficie rugosa, y pensó que conocer su futuro era lo más rebelde que podría hacer. Cuando le anunciaron la muerte de su hermano el primogénito, no se sorprendió.
Se le acercó al oído y le cantó. Al terminar le acarició el pelo y repitió en voz alta aquella línea que decía: I’m here to stay. “Rebelarse y fracasar es humano, pero también inútil”, le dijo Ruth una noche después. Y le contó la historia de un antiguo rey de Moab, que en el camino a la contienda tuvo una revelación. Reunió a sus hombres y les dijo: “Lucharemos y ganaremos, lo sé, se me ha permitido saberlo”. A mitad de la batalla, cuando el enemigo lo acorralaba y sus bajas eran casi totales, uno de sus hombres se acercó y le preguntó: “si ya sabías que ganaríamos, ¿por qué insististe en venir a pelear?”
Mara esperó con tristeza su siguiente taza de café –“sin azúcar, sabes que no la merezco” -, y miró por largo rato a Ruth. Pensó en las primeras horas del hombre en este mundo, del sitio fugaz de la memoria, y por un instante tener y carecer le parecieron cosas fuera del tiempo. Una noche agigantada, la mano secando el rostro, se abrieron paso.
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Publicado originalmente en Registro No. 13, noviembre 2006, cuyo tema fue "La rebeldía".