viernes, septiembre 21, 2007

Variaciones sobre el horror

Siempre he sido malo para comer pepitas con cáscara. No puedo. Rebasan mi torpeza y la ponen de manifiesto. Las evito. Lo supe desde muy niño, y a temprana edad quise ponerle remedio: la delicadeza para abrirlas la sustituí por el rudo roer de la pepita con todo y cáscara. Funcionaba.
Hasta el día en que el tío Ángel me descubrió. Viéndome fijamente confirmó lo que de reojo sospechaba. “No, así no. Ábrelas”, dijo. Respondí que no podía y, sereno, desde su lugar de tío, me advirtió que no siguiera haciéndolo, porque podría salirme un árbol de pepitas en la panza.
Se apoderó de mí el terror. El susto me duró por años. Solté la bolsita y pedí uno tras otro vasos de agua. Hasta que recordé que mis papás regaban las semillas para que crecieran. Aterrado y estúpido. El tío Ángel –yo asomado desde la cocina– partía con parsimonia las pepitas. Como si nada.
Aquella noche me palpé el estómago por horas. Creía sentir las ramas saliendo por mi boca, uno como olor a tierra impregnaba el ambiente, la de jarabes que necesitaría para sacarme el árbol de adentro. Pero a la mañana siguiente no pasó nada. Ni a la siguiente. Nunca confirmé ni desmentí lo que me dijo. Me conformé con creer que había corrido con suerte.

Todavía ahora, por las noches, puedo percibir cierta dureza en las yemas de mis dedos. Cuando el sueño me vence, en el abandono de mi cuerpo al silencio profundo, siento mis manos rasposas, como envueltas en una especie de corteza. Y sonrío.