Hay que verlo salir del auto, enfurecido, sacar a Ali MacGraw del asiento delantero, recargarla en la puerta y comenzar a golpearla para saber, inmediatamente, que Steve McQueen está teniendo un mal día. Al final se reconciliarán en medio de un tiradero de basura, dentro de un Volkswagen partido por la mitad, y lograrán no sólo quedarse con el dinero del asalto al banco, sino cruzar la frontera con México. Al final el día terminaba mejor.
Pero casi nunca era así. Ya antes había combatido una masa chiclosa del espacio exterior; había logrado sobrevivir, junto con Yul Bryner, a la defensa de un pequeño poblado mexicano e intentado hacer de su huída en una motocicleta alemana, un gran escape. Terminaba vivo y solo, y no eran finales felices.
Siempre ileso, las heridas las llevaba por dentro, y acaso ir perdiendo los dientes en su papel de Papillon fuera más sencillo que moler a golpes a Ali MacGraw en la vida real, cuando estuvieron casados. Portó un arma en su papel de Frank Bullit, e hizo de San Francisco su pista de carreras, pero cargo una pistola por el resto de su vida cuando supo que el azar, o la fortuna, le hizo faltar a la cita en casa de Sharon Tate el día que Charles Manson irrumpió en ella.
Pudo haber actuado con Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s, pudo ser Harry el Sucio, ser parte de Apocalipsis ahora, ser alguno de los dos en Butch Cassidy and the Sundance Kid, hacer El guardaespaldas antes que Kevin Costner, y perseguir a Rambo en First Blood. Pero la fortuna que lo salvó también lo alejó de todas ellas, y prefirió enfermarlo de cáncer y hacer de sus últimos años una pista de carreras donde su Ford Mustang del 68 competía contra la muerte.
Al final perdió. Cruzó la frontera y murió en Ciudad Juárez. Lo más cercano que tuvo a un final feliz fueron esas últimas escenas de La huída. Pero cuando “The Man” lo vencía a él, “The Cincinnati Kid”, en un partido de póquer prolongado por horas, y al salir de aquel juego un niño de color lo reta a un juego de rayuela, y también pierde, la historia se equivocaba. No perdía el niño, sino el hombre. El Hombre.
Pero casi nunca era así. Ya antes había combatido una masa chiclosa del espacio exterior; había logrado sobrevivir, junto con Yul Bryner, a la defensa de un pequeño poblado mexicano e intentado hacer de su huída en una motocicleta alemana, un gran escape. Terminaba vivo y solo, y no eran finales felices.
Siempre ileso, las heridas las llevaba por dentro, y acaso ir perdiendo los dientes en su papel de Papillon fuera más sencillo que moler a golpes a Ali MacGraw en la vida real, cuando estuvieron casados. Portó un arma en su papel de Frank Bullit, e hizo de San Francisco su pista de carreras, pero cargo una pistola por el resto de su vida cuando supo que el azar, o la fortuna, le hizo faltar a la cita en casa de Sharon Tate el día que Charles Manson irrumpió en ella.
Pudo haber actuado con Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s, pudo ser Harry el Sucio, ser parte de Apocalipsis ahora, ser alguno de los dos en Butch Cassidy and the Sundance Kid, hacer El guardaespaldas antes que Kevin Costner, y perseguir a Rambo en First Blood. Pero la fortuna que lo salvó también lo alejó de todas ellas, y prefirió enfermarlo de cáncer y hacer de sus últimos años una pista de carreras donde su Ford Mustang del 68 competía contra la muerte.
Al final perdió. Cruzó la frontera y murió en Ciudad Juárez. Lo más cercano que tuvo a un final feliz fueron esas últimas escenas de La huída. Pero cuando “The Man” lo vencía a él, “The Cincinnati Kid”, en un partido de póquer prolongado por horas, y al salir de aquel juego un niño de color lo reta a un juego de rayuela, y también pierde, la historia se equivocaba. No perdía el niño, sino el hombre. El Hombre.
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