jueves, febrero 02, 2006

La cuenta de mis muertos

Contra la más reciente película de Steven Spielberg se han lanzado duras críticas que, tras lecturas atentas, descubren a individuos más propensos al prejuicio y a la toma de posturas extremas. Es razonable que la duda surja cuando Munich no es abordada por apellidos como Coppola o Stone, sino por aquel que ha rubricado las peripecias del arqueólogo aventurero o las tribulaciones de un pinocho del futuro próximo. Tendría que tomarse con reservas.
El problema se presenta cuando, después de ver el resultado en pantalla, se elevan las voces que exigen del director lo que antes le reprocharon por La lista de Schindler o Rescatando al soldado Ryan: la toma de postura. Se le acusa de suavizar a personajes que, se argumenta, actuaron “…sin pesadumbre, de acuerdo con una fe y unos mandatos específicos…”[1], o de tener miedo a señalar y denunciar, llegando a estar, la película, “…empapada en el sudor de su idea de equidad…”[2], habitando el colmo en el que “…el único partido que Steven Spielberg toma alguna vez es el partido del cine”[3].
Sin embargo, las faltas que se le atribuyen son, por mucho, los logros de una cinta que no sólo en lo técnico resulta ser de buena hechura. Las dudas que asaltan a los cinco miembros del equipo de Avner Kauffman no sólo humanizan a los sicarios israelíes, sino que crean el justo contraste con la férrea determinación de aquellos que los mandan, quienes, pese a sus servicios prestados, los desconocerán hasta negar su existencia si es que ello es necesario. Spielberg toma un riesgo enorme para su discurso hasta ahora correcto y complaciente: el estado de Israel no sólo combate fuego con fuego, sino que, en última instancia, parece hacerlo a ciegas.
El ser humano duda porque razona, y no podemos afirmar que aquellos ceñidos a una fe –teológica o militar, o ambas– no se descubren a sí mismos perturbados por la noche, como si la convicción de que no dudan fuera más necesaria para nuestra tranquilidad que para los miembros de la Mossad. No sabemos si dudan, pero no podemos afirmar que no dudan. Y Avner, Carl, Steve, Hans y Robert se preguntan sobre lo que los constituye como hombres, antes que como sicarios. Avner solicita las pruebas que inculpan a sus objetivos, Carl quiere saber quién realmente les vende la información (¿la CIA, la Mossad, los franceses?), Robert no comprende la ley del talión que están aplicando. Aunque los sicarios reales no hayan hecho tales preguntas o elaborado dichas reflexiones, los personajes se vuelven alegorías sobre la búsqueda de una verdad que terminará asesinándolos o casi volviéndolos locos.
La lucidez con la que se expresa la primer ministro israelí Golda Meir al inicio de la película, termina siendo sólo el discurso que legitima la acción, arrojando a los convocados bajo ese discurso a actuar igual que aquellos que combaten. Conviviendo por necesidad miembros de la OLP con los hombres de Avner, éste último tiene una discusión con el líder de aquellos, que le recuerda la necesidad de tener un hogar. Desestimándolas en boca de un palestino, Avner encuentra las mismas palabras en boca de su madre: la lucha de Israel está justificada porque siempre es necesario un hogar. Luego entonces, y ésta es la parte del discurso de Spielberg que más incomoda, la lucha de los palestinos también está justificada.
Pero además están los intereses que Estados Unidos, a través de la CIA, defiende; la organización familiar francesa que trafica con información clasificada; la holandesa freelance que sintetiza la lucha por la sobrevivencia; los terroristas palestinos que son buenos padres o traductores de textos clásicos de literatura; el hombre que asesina y procrea.
Al final, Israel ya no es aquel inocente pueblo judío masacrado por alemanes, sino el Estado que propicia, por negarse a negociar, la muerte de sus atletas, y que achaca a los otros sus faltas. Un Estado que no escatima recursos para imponer su voluntad envuelto en su discurso de superioridad –la civilización contra la barbarie–.
Munich es, entonces, una película que merece ser vista varias veces para alcanzar a comprender lo que Spielberg argumenta entre líneas, brumoso a simple vista como sus Torres Gemelas que, aunque redundantes y efectistas, insisten en la necesidad de reflexión antes que en la condena y descalificación por no decir lo que se quiere escuchar.
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[1] Montiel Figueiras, El sabor del otro, en Confabulario, número 92, 21 de enero de 2006, p. 13.
[2] Leon Wieseltier, Atentados. En torno a Munich, de Steven Spielberg, en Letras Libres, número 86, Febrero 2006, pp.100-101.
[3] Ídem.
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Día Dos. EL MAR VIEJO

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