A mí me dejabas hablarte de
las cosas, del motor que las impulsa
a los abismos, del ruido que llevan,
de su ser incandescente opacado
en tu presencia, de ese buen letargo
que las hizo recogerse, dormir
esperando mejores días, que es
como dormir para siempre.
Rodando
cuesta abajo vino Dios, y lavó
los caminos, y midió con sus diez
manos el espacio otorgado. Por
cuartas iba derribándolo, ileso,
montado en un caballo de rubíes,
de cera, de granos de mazorca,
de nombres y estrellas coronado.
Hizo
de ti una niña sorda, desgreñada,
a mi lengua le puso del hollín
que recogen terminando las fiestas,
y no volvimos a reconocernos,
las casas se encendían al final
de largos días de trabajo, pero
nosotros nos quedábamos afuera,
gruñendo y jeringando en los pasillos,
meándonos del miedo a los relámpagos.
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