El labrador y el caballo
Cuando el Divisionario dijo, quien no quiera combatir que regrese a su casa, Lemdel dio media vuelta y volvió a la aldea caminando. En el trayecto descubrió que la guerra había abierto sus propios caminos, y uno de los más acabados era aquel que se dirigía a su casa. Cuando llegó no encontró aldea, ni casa, ni nada de aquello que antes fuera suyo.
Sin un lugar dónde dormir aquella noche, y conciente de que las palabras del Divisionario no eran en realidad una opción, Lemdel y su túnica parda se dirigieron al camino más próximo. Se detuvo en medio y miró a la derecha y a la izquierda. Hacia arriba estaban los arbustos y el Divisionario; hacia abajo el pueblo vecino con paredes de cal. Suspiró. Dos veces más miró, hasta decidir que él y su túnica parda visitarían el pueblo vecino.
La vecindad era un decir. Día y medio caminó hasta sus orillas. Justo a la entrada, desde lo alto, miró. Nunca estuvo en el itinerario del Divisionario. Pagaron los tributos, reorientaron sus casas hacia el oeste, nunca dijeron las palabras que no podían decirse. El pueblo estaba abandonado. Descendió la pequeña montaña en la que estaba. Cuesta abajo poco a poco fue viendo las casas más de cerca. Puertas y ventanas habían quedado abiertas, los fuegos apagados con poco cuidado, la comida recogida. En los naranjales la cosecha había sido rápida o detenida, no sabría decirlo, pero colgaban aún muchas frutas. Lemdel se sentó afuera de una de las casas. Escuchó.
A lo lejos comenzó a ladrar un perro. Ubicó la ruta del sonido y caminó hasta encontrarlo. Era un labrador negro. Con el mismo asombro de Lemdel, miró el pueblo vacío. Corrió, olfateó, se detuvo. Lemdel volvió a sentarse afuera de la misma casa y el labrador lo siguió. El silencio era más grande que el mundo en ese momento. Había naranjas por el piso; tomó una y le ofreció la mitad. ¿Qué hacer ahora?
Escogió una casa, entró en ella y se descalzó. Avivó el fuego. El camastro cercano fue cómodo. Al despertar había llovido, hacía frío, y una leve neblina lo habitaba todo. El labrador fue tras él cuando comenzó a recorrer el pueblo. Decidió que lo más conveniente era buscar algo de comida e ir hacia las villas, sólo hasta que el Divisionario cruzara la frontera. Al fondo del pueblo encontró las caballerizas, y su alegría fue grande al descubrir un caballo olvidado por alguien. Cerca de la calle de las ventas recordó haber visto una carreta. Fue por ella y le reparó la rueda izquierda. Apretó y aseguró las riendas para el caballo, colocó cestas con fruta y panes; se preparó para el viaje.
Aquella tarde conoció la historia. Encontró el libro en la casa más grande, hilado y de escritura mezclada con ilustraciones. Miró las hojas a la luz de la tarde encendida y después a la luz de una vela. La tinta y su coloración roja contaban la historia del pueblo, los días del origen, los obstáculos del héroe y una tragedia doliente como pocas. Las formas subían en curvas rojas, como estallando, o bajaban sobre cuerpos pálidos azulosos. Contaban una aventura, un cisma y una vuelta a la sustancia. Formas como torres se partían y colapsaban, y al siguiente instante aparecían unidas por tonos carmesí afanosos. Algo vio Lemdel en aquel libro. Creyó entender una grandeza, una útil necesidad de construir y no irse nunca. Las estrellas brillaban alto ya cuando lo decidió: repoblaría la aldea hasta verla hecha una ciudad. Será tan grande, pensó, que el Divisionario no la destruirá nunca. Era tarde para el inicio del plan. Con la cabeza entre plumas y paja, sobre el camastro escuchó cómo comenzó a llover.
Nunca lo había hecho, pero intuyó que fundar una ciudad no era tarea sencilla, así que lavó su rostro muy de mañana, ató bien su túnica y se calzó. Planeó un viaje por los pueblos vecinos hasta la gran ciudad, buscando habitantes para la aldea. Las veredas se habían vuelto lodo y el frío le contrajo el rostro. Halló a su caballo húmedo y muerto en medio de la caballeriza sin techo, y comprendió inmediatamente que eso no estaba bien. Volvió sobre sus pasos hasta la carreta, y guardó cuantas naranjas entraron en su bolsa. Junto con la carreta abandonó las cestas, la fruta y los panes. En otra pequeña bolsa de piel curtida guardó el libro, atado de arriba abajo y hacia los lados. Caminó a la vereda más próxima y esperó sentado a que algún transporte pasara por allí.
-¿A dónde vas, viajero? –le preguntó uno.
-A Mózoc - respondió Lemdel.
-Hasta allá no vamos, pero te dejamos en el pueblo más cercano - respondió otro.
Lemdel vaciló. Miró el camino que lo llevaba a su pueblo.
-No, hacia allá no vamos; allá no queda nada. Bajamos, no subimos. ¿Vienes?-.
Lemdel, su túnica parda y el labrador subieron. Entre los aparejos iba ya un hombre. Lemdel se acomodó junto a él y los caballos comenzaron a andar. Les propuso en su mente que juntos repoblaran la aldea, pero al abrir la boca los carreteros comenzaron a cantar. Dudó un momento. De espaldas a ellos y frente a su compañero tomó una naranja, le quitó la cáscara, y entre el vaivén aturdidor del camino desayunó. Los árboles pasaban haciendo sombras.
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Publicado originalmente en AGUILAR, Lourdes, Carmen Carrillo (et. al.), 400 años del Quijote, intr. Guillermo Lescano y Adriana González, UCSJ, México, 2005.