Si tu corazón es un motivo oscuro, aliméntalo. Conságralo a un sitio luminoso del que sólo tú tengas la llave. Ármate. Ten a la mano la respuesta cuando alguien te pregunte sobre aquel año siniestro, la cosecha que no se cumplió y el amor sembrado inútilmente. No te detengas. Voltea sólo si te llaman por tu nombre, o si el raro sabor de algo nunca probado te recordara eso que ya sabías, o si por fin llegaran esas palabras que esperas; pero si el agua es dulce, o si acaso acampas en acres sagrados, puéblate. Mira en el espejo al tipo que vino ayer a buscarte, no le creas nada, su rama está extinta en el árbol genealógico de los ivanes, y aunque todo lo que dice sucedió y es cierto, pronúnciate.
Que la constelación de Orión se desprenda pronto de sus goznes de polvo y nada, y que caiga ardiendo frente a tu casa y que te ilumine, que se consuma hasta sus heces, para que tú por fin lo veas todo y nadie te engañe, para que no palpes a oscuras allí donde deberían estar y no halles.
No olvides pedirle a tu dios que exista la palabra para invocarla, que salga de los muros que la guardan, que para derribar esos muros exista la máquina exacta, el trabuco fino de los aleluyas, de los te esperaba, del jardín que sueña con la tierra de otros sitios, de la invitación a los palacios y del placer de rechazarla. (Yo tengo un reino, diles, yo tengo un himno que me cantan en los días de gloria, un séquito, una yegua que en la grupa lleva mis siglas y que a veces duerme conmigo).
Recuerda además que nuestros nombres sólo sirven en este mundo pero que tendremos otros, que el viento que sopla horada montañas, y que una mañana, Buda te soñó mientras reposaba de su cavilación contra las repeticiones. Pero no temas: todas las noches en el confín del mundo habrá un lugar secreto en esta Tierra, y desde ese lugar secreto, alguien vendrá y te amará.
Siempre tuyo,
El forastero que vive contigo.