1. El jilguero
A Julita el aire se la llevaba. Para su edad –un arrecife de coral llevaba su nombre–, lo había comprendido todo. Maestra de lunes a domingo, nunca tuvo una verdadera necesidad de expresarse. Amó. La amaron. Dejaron de amarla. Ella siguió amando. Al año siguiente, milnovescientoscuarentay, el mundo se detuvo: decidió que nada más podía enseñarle y con furia dedicada acometió contra sus alumnos. Era el suyo un amor salvaje, casi antiguo. Con vehemencia y anhelo recordaba el descubrimiento de América, la polinización de las plantas, la gramática de Vidal y Veloz. Pasó el tiempo. Envejeció. Disminuida por la corte de dolores que la habitaba, abandonó la enseñanza y pidió, a cambio, que le permitieran narrarle a las niñas cuentos de hadas. El primer ventarrón de otoño la alejó de ellas: fueron por ella mientras se suspendía en el aire con el bastón como un ancla en la rama de los jilgueros. Presa de aquella corriente, su corazón cruzó un espacio que ella creía vacío. Algo comprendió en ese momento porque tuvo miedo, rechazó la propuesta de utilizar alguno de los salones, y pidió que la amarraran al árbol bajo el cual las reunía. En el patio del Colegio Cartaginés, en un semicírculo de faldas agitadas por el viento, maestra y tronco resistían fríos embates. No pudieron más. Antes de que las raíces abandonaran el patio, con los jilgueros girando ya en el torbellino, Julita las miró y gritando dijo: Pero también fui feliz.
2. La Gramática
Eran su escondite los lugares públicos porque el padre, sabedor como siempre de lo que hacía, enfrentaba sus deudas sin miedo. Sin pagar y sin miedo. Nada como los sitios comunes para deshacerse de los hombres que lo buscaban. Cartagineses, repetía en voz alta, estirpe que ejerce la ley con la espada. Cuando los vio rondar el departamento –las siluetas de pronto, aquellas sombras– supo que había llegado la hora. El manto luminoso del día no volvió a encontrarlos: en la oscuridad envueltos preparaban la retirada; se aseaban y esperaban: antes que todos el padre, listo contra la puerta, a través de ella, escuchando: cuando al corredor no lo habitaba sino el silencio, avanzando sin hacer ruido la familia se sumía en la clandestinidad. Una vez instalados en el sitio elegido todo era impostura: ajenos y a la vez inmersos en el mundo, un jefe de familia excéntrico educaba a su descendencia por cuenta propia, con la anuencia de una madre abnegada y en silencio. Porque no pueden, sería inmoral molestar a una familia en la calle, le explicaba a solas, por la noche, a su esposa, y ella respondía dándole la espalda en la cama, y volvía a la realidad.
En el atardecer de sus obligaciones, padre amoroso, cuando al calendario sumaba otro día a salvo, su mirada se extraviaba en las breves arboledas de la unidad. Remanso frente a la barbarie, el trinar de los jilgueros le recordaba un escudo de armas, su última noche tranquila, los puntos débiles del sermón de la montaña. Pero no pudo explicar a sus hijos la gramática de Vidal y Veloz, porque el día de aquella lección fue el mismo en que los ruidos en el pasillo retrasaron su salida. El padre al pie de la puerta los escuchó trajinarse. Sabedor de lo que hacía, ordenó que se bañaran, eligió para ellos sus mejores trajes y vestidos, y con tranquilidad sentó a todos en la sala. Su mirada se detuvo en cada uno de los miembros de su pequeño imperio. Cuando tiren la puerta, y entren, y nos miren así vestidos, quizá se confundan, creerán que nunca les debimos nada, y querrán pedirnos una disculpa, dijo mientras la puerta, a fuerza de golpes, parecía estar cediendo.
3. El cartaginés
Regresaban a Cartago cuando un antiguo jefe romano los encontró. Se cruzaron en Sicilia: el general volvía de cuidar los intereses romanos en África; los asuntos del cartaginés y su ayudante habían concluido en Siracusa. Cuando uno de sus hombres lo buscó en su carpa para avisarle sobre la presencia de los africanos, Flavio Marcelo perdía terreno contra el sopor del mediodía. Malhumorado y presa del tedio salió a su encuentro. Al verlos, la oportunidad de distracción lo despabiló. El ayudante del cartaginés hablaba algo de latín y tradujo: Dile a tu amo que no divertirme es un abierto desafío a Roma. Dice que, si gustas, puede adivinar tu futuro. Dile que Roma ya me ha dado un futuro. Dice que puede decirte cómo habrás de morir. Dile que no tendrá tiempo de hacerlo. El general desenfundaba ya la espada cuando ambos cartagineses cayeron de rodillas. Dice que nada te hizo, que si le perdonas la vida serás recordado como Flavio el Justo. Dile que ya lo soy, Roma lo es. Dice que no es suficiente. Flavio Marcelo estalló en carcajadas. En su rostro ajado se formaron pliegues que sus hombres hacía tiempo no veían. Con una mueca aún en los labios devolvió la espada a su lugar y preguntó: ¿algún castigo ejemplar para este insolente cartaginés? Azótalo. Crucifícalo. Desléngualo. El general se detuvo en el centurión que propuso eso, sus ojos duros lo atravesaron y una nueva carcajada expuso los huecos entre sus dientes. Dio la orden para que lo hicieran. En vano el ayudante gritaba en medio del trajín: dice que si lo haces, te llamarán Flavio el Cruel. Dile que eso es buena fama en el campo de batalla.
Una pesadilla recurrente se apoderó del general aquella noche. No recordaba la última vez que sintió algo así. Había olvidado que el miedo paraliza, que se tiembla por instinto, que también por instinto los esfínteres ceden. Ya despierto y limpio, pensó en su vida ayudando a mantener en orden el imperio. Sus hombres aún no nacían cuando las horas cruciales contra Cartago descendieron sobre Roma. Un joven e insolente Flavio había escuchado con atención el relato de los fracasos en Trebia y Cannas, combatió bajo el mando de los Escipiones en España, y extrañó el canto del sirgo, al despuntar el alba, cuando miró por primera vez los elefantes cartagineses. Sus brazos, cansados y flácidos, contribuyeron a detener a Aníbal en Zama. Y ahora daba órdenes a jovencitos de modales, con más conocimiento de gramática que de armas. Serían su perdición.
Amanecía apenas cuando reunió a sus hombres y ordenó que trajeran a los africanos. Dile a tu amo que observe. Buscó con la mirada al centurión del día anterior hasta encontrarlo. Hizo que entre varios lo sometieran, le abrió la boca y de un tajo le cortó la lengua. La arrojó a los pies del cartaginés: dile que ahora soy justo. No recibió respuesta. Pidió papiro. Dile que escriba cómo voy a morir, y lo traduces. Un ligero temblor recorrió a Flavio Marcelo cuando escuchó la descripción de su pesadilla.
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Publicado originalmente en Registro no. 17, cuyo tema fue El Horror. Enero del 2008.