Tomábamos una infusión de ajenjo, después de un magro desayuno en el Ciruelo Blanco, cuando Po, herbario y viejo amigo de la familia, dio un ligero soplo sobre su tazón, queriendo no enfriar la bebida sino verla agitarse. Luego suspiró. De un tiempo a esta parte, querido A, he adquirido cierto gusto por las oraciones unidas por dos puntos, dijo. Fluyen: brazos de un mismo río separados vereda atrás, que vuelven a unirse no a capricho, sino a su tiempo: misterioso eso como el amor que sientes por E (cariño y ausencia), o la inescrutable piedad de Cristo para ustedes los cristianos. Después abundó en la tristeza que le causan los seguidores de Osho, en el abuso de su inocencia, y yo continué con mi comentario del día anterior sobre el segundo capítulo de La imitación de Cristo, de Kempis. Nos escuchamos. Luego guardamos silencio; ya no dijimos más.
lunes, diciembre 10, 2007
Hombres al sol
Tomábamos una infusión de ajenjo, después de un magro desayuno en el Ciruelo Blanco, cuando Po, herbario y viejo amigo de la familia, dio un ligero soplo sobre su tazón, queriendo no enfriar la bebida sino verla agitarse. Luego suspiró. De un tiempo a esta parte, querido A, he adquirido cierto gusto por las oraciones unidas por dos puntos, dijo. Fluyen: brazos de un mismo río separados vereda atrás, que vuelven a unirse no a capricho, sino a su tiempo: misterioso eso como el amor que sientes por E (cariño y ausencia), o la inescrutable piedad de Cristo para ustedes los cristianos. Después abundó en la tristeza que le causan los seguidores de Osho, en el abuso de su inocencia, y yo continué con mi comentario del día anterior sobre el segundo capítulo de La imitación de Cristo, de Kempis. Nos escuchamos. Luego guardamos silencio; ya no dijimos más.
lunes, diciembre 03, 2007
Cuando perdimos Roma
A Luis, Jan y Gargo.
Flavio Marcelo, "Apuntes sobre Zama"
Sometimes you gotta fight when you're a man.
Kenny Rogers, "Coward of the County"
They say ev'ry man must fall.
Bob Dylan, "I shall be released"
Así departían juntos.
Odisea, Canto XIV.
Decliné la invitación pero pedí que me mantuvieran informado. Pretexté quedarme en la oficina para revisar algunos textos, pero en realidad me senté encima del escritorio y observé. Después de un rato saqué un trapito y limpié la superficie en la que había decidido iría el trofeo que pronto ganaríamos. Qué mejor lugar para exponerlo que arriba del archivero con llave que con tanto esfuerzo nos habíamos adjudicado –hasta una estampita con el logo de la universidad tenía–: nuestro segundo triunfo al hilo después de la oficina con baño, y antes del trasto viejo con cara de PC que la universidad nos concedió, cuya utilidad quedaba de manifiesto cada que arrojaba menos datos que una brújula y un compás mal empleados. Y como mi propuesta de decorar las paredes con un cráneo de buey o la cabeza disecada de un venado había sido olímpicamente ignorada, decidí que el trofeo sería un sustituto aceptable, aunque con mucha menos personalidad.
Pese a todo pronóstico, cual David contra Goliat el quinteto iba eliminando contrarios con la armonía de una columna romana en las últimas horas de Cartago. Hasta ese momento no había sido yo necesitado dentro de la cancha por lo que, instalado en una franca comodidad en la que nadie reparaba, disfrutaba a mis anchas del espectáculo. Embargado por la emoción, a veces me descubría aplaudiendo los túneles del equipo contrario. Me sentía yo Napoleón pasando revista a mis tropas antes del asalto a Waterloo, tal como lo describe Víctor Hugo, y a punto estuve de decirle a mis hombres, como el emperador, que el día más feliz de mi vida había sido el de mi primera comunión. Entonces fui requerido.
Mi breve participación permitió un gol del equipo contrario y evitó otro, por lo que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que mi presencia en el campo fue por momentos buena y por momentos mala. Debió ser el equilibrio de mi juego lo que provocó que uno de los contrincantes, terminando el partido, llegara hasta mí, me tomara la cara entre sus manos, y viéndome fijamente, dijera: Camarada: cree en Dios y en la vida sencilla. La complejidad y el sinsentido de la frase me conmovieron y, si no fuera porque no venía al caso, hubiera llorado.
Con todo, y a pesar de mí, pasamos a semifinales. El circo romano desplegó sus recursos escénicos –un balón, dos porterías– y el fragor y la algarabía estaban por convertirse en uno. Mal y tarde comprendí que la diversión tendría que ir alejándose conforme avanzáramos en las etapas del torneo. Las huestes gastronómicas habían batido a sus rivales con maestría de pasteleros, y las hordas comunicólogas trazaban vasos comunicantes entre las piernas de los contrincantes, por lo que nuestra sobrevivencia en la contienda dependería menos de la chanza y más de la concentración y el buen juego. Casi nada.
Mi pequeña y variopinta compañía, yo incluido, me hacía sentir menos un emperador y más un Ulises irresponsable persiguiendo una Itaca redonda y algo pateada. Antes de que nos convirtieran a todos en cerdos, en aquel día decisivo, cuando el rugido de las expectativas inundaba ya los pasillos, cuando de los barandales los filósofos colgaban sendo cartelón con la leyenda: winning is nothing, mientras que los literatos hacían lo propio colgando el suyo que rezaba: tierna es tu torpeza, cuando algunas comunicólogas colaboraban con el ánimo del personal vestidas de porristas, cuando Boris boteaba entre los asistentes, recordándonos que ni siquiera la derrota es gratuita, en fin, que cuando el confeti y las serpentinas acentuaban el aire festivo de la tarde, engalanando su ligera suspensión con algunos giros de tristeza, reuní al equipo, les pedí que formaran un círculo, y a manera de alegato final contra nuestros captores, les dije: Como diría Balzac, seamos realistas. Y les hablé de la reticencia del cura Hidalgo para entrar a la Ciudad de México, de los irreductibles galos y su pócima mágica, de por qué a los osos no les pican las abejas, de cuando me caí en el baño, y ellos me hablaron de sus amores imposibles, de que nunca habían ido a Disneylandia, de lo cara que se ha puesto la vida, y después nos abrazamos, hicimos como guacamayas, y decidimos que el trabajo en equipo sería la mejor forma de defendernos.
La suerte estaba echada. Resistimos los primeros embates con un esmero que arrebataba aplausos –sobre todo de nosotros mismos– y el uno a cero nos hizo lo que los bárbaros a Roma. Pero sus voces de pájaro confundían –como lo hicieron antes–, y el dos a cero nos tomó por sorpresa. La pequeña columna se rehizo, impidió el avance bárbaro por los carriles laterales, reacomodó la primera línea de ataque, y en la retaguardia se colocaron hombres más frescos. Al esmero algunos le llaman fortuna, recordé que decía Escipión el Africano, cuando el dos a uno nos colocaba del lado de los embates con futuro. Sólo el tres a uno nos desfondó.
Perdimos. Era la primavera del 2005, ciertos ciclos estaban por cerrarse, el aroma de las cocinas echadas a andar envolvía el terreno de juego, y en el sonido local comenzaban ya los primeros acordes de "El cobarde del condado."
No miento. Algo parecido a todo esto que cuento, sucedió.